El Nacional de Ahora.
La institución militar fue génesis y motor en la cristalización del ideal duartiano, y aunque a lo largo de la accidentada historia nacional los cuerpos armados han sido manchados por el deshonor de una minoría, las Fuerzas Armadas han sido por 164 años celosas guardianes de la soberanía y del gentilicio dominicano.
Puede decirse que los institutos castrenses -y se agrega la Policía Nacional- representan un vital órgano sicomotor del cuerpo social que acarrea al régimen político, garantiza la defensa interior y un orden público basado en el respeto a la Constitución y leyes adjetivas.
Todo lo antes escrito sirve para señalar que la consolidación del espacio democrático está vinculada, entre otros factores, al fortalecimiento de la institución militar, no sólo en términos de apoyo logístico y de capacitación de su personal sino, también, de la solidez de su prestigio y ascendencia ante la sociedad.
Las Fuerzas Armadas no merecen el escarnio público al que, con o sin intención, son sometidas a causa de la inconducta de algunos oficiales, clases y alistados vinculados a acciones criminales, incluido narcotráfico, porque sabido es que el descrédito conlleva para el honor militar a una derrota peor que la que se inflige en una guerra convencional.
Al reclamar que se preserve la integridad moral de los cuerpos armados, en ningún modo se sugiere venalidad o connivencia con militares ligados al uso, consumo o tráfico de drogas, quienes deben ser sometidos a los tribunales de la República para que reciban el castigo que merecen por su inconducta.
Es pertinente recordar que el narcotráfico ha logrado permear muchas instituciones nacionales, incluido el trípode de poderes públicos, partidos políticos y torrente financiero nacional, por lo que la atención hacia el militar o policía delincuente ha de ser similar a la que se presta al funcionario, juez, fiscal, periodista, empresario o ciudadano ordinario en iguales circunstancias.
La sociedad dominicana debería reflejarse en el espejo de la reciente historia de Haití, donde sectores internos y externos sometieron a un enfermo Ejército a una intensa campaña de descrédito que sirvió para que un poder imperial decretara su disolución y con él la del endeble Estado haitiano.
En vez de pretender dibujar a una institución militar y policial diezmada por el narcotráfico, buenos y verdaderos dominicanos deberían coadyuvar en la ingente tarea de desinfectar las columnas que sostienen el edificio de la soberanía nacional y que son garantes del orden público y los derechos ciudadanos.
En Haití la trágica historia comenzó con las mismas escenas teatrales que se escenifican aquí, por lo que es menester advertir contra la repetición de una farsa que procura quizás para las Fuerzas Armadas dominicanas la misma suerte que corrió el Ejército haitiano. Y entonces, al menos en ese aspecto, la isla sería una e indivisible.
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