El antropólogo Pierre Clastres (1934-1977), autor de Arqueología de la violencia y Crónica de los indios guayaquís, entre otros títulos sobre el poder y la guerra en las sociedades primitivas, estudia en este texto, inédito en español, la relación entre uso de la palabra y ejercicio del poder
Hablar es ante todo tener el poder de hablar. O mejor aún, el ejercicio del poder asegura el dominio de la palabra: sólo los amos pueden hablar.
Hablar es ante todo tener el poder de hablar. O mejor aún, el ejercicio del poder asegura el dominio de la palabra: sólo los amos pueden hablar.
En cuanto a los sujetos: entregados al silencio del respeto, la veneración o el terror. La palabra y el poder mantienen unas relaciones de tal índole que el deseo de uno se realiza en la conquista del otro.
El hombre de poder, así sea príncipe, déspota o jefe de Estado, siempre es no solamente el hombre que habla, sino la única fuente de palabras legítimas: palabra empobrecida, palabra pobre, cierto, pero rica en eficiencia, pues tiene por nombre el mando y quiere únicamente la obediencia del ejecutante.
Extremos inertes, cada cual para sí, poder y palabra sólo subsisten uno en el otro, cada uno de ellos es sustancia del otro y si bien la permanencia de la pareja que ellos forman parece trascender la Historia, también alienta su movimiento: hay acontecimiento histórico cuando poder y palabra se establecen en el acto mismo de su encuentro, una vez abolido aquello que los separa y que por ende los condena a la inexistencia.
Cualquier toma de poder es también la apropiación de la palabra. Sobra decir que todo esto atañe en primer lugar a las sociedades basadas en la división: amos-esclavos, señores-súbditos, dirigentes-ciudadanos, etcétera. La marca primordial de esta división, el lugar privilegiado en que se desarrolla, es el hecho masivo, irreductible, quizás irreversible, de un poder desprendido de la sociedad global en la medida en que solamente algunos miembros cuentan con él, de un poder que, separado de la sociedad, se ejerce sobre ella y, en caso necesario, contra ella.
Lo que aquí se designa es el conjunto de las sociedades de Estado, desde los despotismos más arcaicos hasta los Estados totalitarios más modernos, pasando por las sociedades democráticas, cuyo aparato de Estado no por ser liberal deja de ser el amo lejano de la violencia legítima.
Convivencia, buena convivencia de la palabra y el poder: esto es lo que suena claro a nuestros oídos desde hace tiempo acostumbrados a escuchar esas palabras. Sin embargo, no puede restarse importancia a esa enseñanza decisiva de la etnología: el mundo salvaje de las tribus, el universo de las sociedades primitivas o inclusive —lo que es lo mismo— las sociedades sin Estado, ofrece a nuestra reflexión esta alianza ya desentrañada, pero sólo en las sociedades de Estado, entre el poder y la palabra.
Sobre la tribu reina su jefe y éste reina también sobre las palabras de la tribu. En otros términos, y en particular en el caso de las sociedades primitivas americanas, de los indios, el jefe —el hombre de poder— tiene también el monopolio de la palabra. Entre los salvajes no hay que preguntar: ¿quién es su jefe?, sino más bien: ¿quién de ustedes es el que habla? Amo de las palabras: así nombran a su jefe muchos grupos.
Por consiguiente, no parece que puedan pensarse poder y palabra de manera separada, puesto que su vínculo, claramente metahistórico, no es menos indisoluble en las sociedades primitivas que en las formaciones estatales. No obstante, sería poco riguroso limitarse a una determinación estructural de esta relación. En efecto, el corte radical que divide a las sociedades, reales o posibles, entre sociedades de Estado o sin Estado, no podría en modo alguno dejar intacta la modalidad del vínculo entre poder y palabra. ¿Cómo funciona éste en las sociedades sin Estado? El ejemplo de las tribus indias nos lo muestra. Aquí se revela una diferencia, que es a la vez la más aparente y la más profunda, en la conjugación de la palabra y el poder. Consiste en que si en las sociedades de Estado la palabra es el derecho del poder, en las sociedades sin Estado la palabra es, por el contrario, el deber del poder. O, para decirlo de otra forma: las sociedades indígenas no reconocen el derecho del jefe a la palabra porque sea el jefe; le exigen al hombre destinado a ser jefe que demuestre su dominio de las palabras. Hablar es una obligación imperativa para el jefe, la tribu quiere oírlo: un jefe silencioso deja de ser un jefe.
No nos equivoquemos. No estamos hablando del gusto, tan marcado entre los salvajes, por los discursos bellos, el talento oratorio, el habla grandiosa. No estamos tratando una cuestión de estética, sino de política.
En la obligación impuesta al jefe de ser hombre de palabras se revela efectivamente toda la filosofía política de la sociedad primitiva. Aquí se desarrolla el verdadero espacio que en ella ocupa el poder, espacio que no es el que podría creerse. Y es la naturaleza de este discurso cuya repetición la tribu vigila escrupulosamente, es la naturaleza de esta palabra capitana la que nos indica el sitio real del poder.
¿Qué dice el jefe? ¿Qué es una palabra de jefe? Es, ante todo, un acto ritualizado. Casi siempre, el líder se dirige cotidianamente al grupo, al amanecer o al anochecer. Tendido en su hamaca o sentado junto a su fuego, pronuncia con voz fuerte el discurso esperado. Y su voz necesita sin lugar a dudas ser potente para dejarse oír. No hay ningún recogimiento, en efecto, cuando el jefe habla, no hay silencio, cada quien continúa tranquilamente con sus ocupaciones, como si no pasara nada. La palabra del jefe no es dicha para ser escuchada. Paradoja: nadie presta atención al discurso del jefe. O, más bien, se finge no prestar atención. Pues si el jefe, como tal, debe someterse a la obligación de hablar, en cambio las personas a las que se dirige no están por su parte comprometidas más que a aparentar que no lo oyen. Y podría decirse que en cierto sentido no pierden nada. ¿Por qué? Porque literalmente el jefe con gran prolijidad no dice nada. En lo esencial, su discurso consiste en una celebración, repetida un sinfín de veces, de las normas de vida tradicionales.
"Nuestros abuelos hicieron bien en vivir como vivían. Sigamos su ejemplo y de este modo nosotros llevaremos juntos una existencia apacible". Más o menos a esto se reduce el discurso de un jefe. Así puede entonces comprenderse que no perturbe mayormente a aquellos a quienes va dirigido. ¿Qué quiere decir hablar en este caso? ¿Por qué el jefe de la tribu debe hablar precisamente para no decir nada? ¿A qué exigencia de la sociedad primitiva responde esta palabra vacía que emana del sitio aparente del poder? El discurso del jefe, vacío, lo es precisamente porque no es un discurso de poder: el jefe está separado de la palabra porque él está separado del poder.
En la sociedad primitiva, en la sociedad sin Estado, el poder no está del lado del jefe: de ahí que su palabra no pueda ser palabra de poder, de autoridad, de mando. Una orden es justamente lo que el jefe no podría dar, este es justamente el tipo de plenitud negada a su palabra. Además de la negación a obedecer que sin duda provocaría un intento de este tipo por parte de un jefe que olvida su deber, no tardaría en presentarse la negación del reconocimiento.
Un jefe que esté lo bastante loco para pensar no tanto en el abuso de un poder que no posee, sino en el uso mismo del poder, el jefe que quiere jugar al jefe, es abandonado: la sociedad primitiva es el sitio de la negación del poder separado, porque el sitio real del poder es ella misma, no el jefe.
Por naturaleza, la sociedad primitiva sabe que la violencia es la esencia del poder. En este saber se arraiga el cuidado de mantener constantemente apartados el poder y la institución, el mando y el jefe. Y es el campo mismo de la palabra el que asegura la demarcación y traza la línea divisoria. Al constreñir al jefe a moverse solamente en el elemento de la palabra, es decir, en el extremo opuesto de la violencia, la tribu se asegura de que todo quede en su lugar, que el eje del poder recaiga sobre el cuerpo de la sociedad exclusivamente y que no venga ningún desplazamiento de fuerzas a trastornar el orden social.
El deber de la palabra del jefe, ese flujo constante de palabras vacías que él debe a la tribu, es su deuda infinita, la garantía que prohíbe al hombre de palabras convertirse en hombre de poder. Traducción por Rossana Reyes.
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