lunes, 29 de septiembre de 2008

SOLEDAD

Ligia Minaya
Escritora
No he conocido a nadie que viva más solo que un norteamericano. Llegan del trabajo, se encierran en sus casas, cenan, ven la televisión, duermen, se levantan y de vuelta al trabajo. No visitan a los vecinos. Ni en verano, cuando el tiempo permite salir, disfrutar del aire, de los árboles, de los jardines florecidos. Antes que compartir, prefieren un perro. Y uno los ve paseando el animal, cuidándolo, acariciándole (y recogiéndole la mierda) como si fuera un hijo. Si no tienes un perro, nadie te pone conversación. Díganmelo a mí, que llevo cinco años caminando en el mismo parque, encontrándome cada día con las mismas gentes. Un saludo, por cortesía, y de ahí no pasan. A menos que tengas un perro, entonces, hablan de la raza, de la comida, del veterinario y cosas así.
Tengo una vecina con una gata diabética y la lleva cada mes el médico. Además, hace unos días, se le infectó una muela (a la gata) y el dentista salió por mil quinientos dólares. Otra que operó a su perra de corazón abierto y ahora no se puede hablar en voz alta delante de ella y hay que andarle con toda clase de mimos, y el otro, operado de cataratas. Lo que no sabía es que a los perros les da stress, y hay psicólogos para esos casos. ¡Dios mío, hasta aquí llegamos! Sin embargo, una se cae en la calle, se lo lleva un carro por delante, la sangre sale a borbotones, y los que te pasan por el lado sólo te dicen: You ok?
Un perro, un gato, si llegas cansado, borracho, entruñado, no hace preguntas. Se tira a los pies, te lame, se acuesta en tu cama, y te es fiel en las buenas y en las malas. Eso lo entiendo. Lo que no entiendo es cómo pueden vivir de ese modo. Hace unos días, al esposo de una vecina, ancianos los dos, le ocurrió un accidente, vino la policía, los bomberos, la ambulancia y sus paramédicos, y se lo llevaron al hospital. La esposa, de unos ochenta años, ha quedado más sola que la una. Cincuenta años residiendo en el vecindario, todos la conocen. Sin embargo, los únicos que la visitamos, cada tarde, somos nosotros, que llegamos hace poco al vecindario.
Hay otra cosa: Los hijos se van, llaman de tarde en tarde y visitan a los padres de cada año, un día. No siempre. Algunos se van para siempre y no vuelven ni en tarjetas navideñas. Supe de uno que se fue y cuando volvió, ya los padres habían muerto. Regresó a recoger la herencia. Si hay algo que, en este país, nos distingue a los hispanos, es la familia. Los norteamericanos lo saben, y por eso nos admiran. Familia, es familia, y pesa más que el agua. Pero ellos, con sus perros, con sus gatos, su televisión y un saludo distante, creen que tienen vida.
Y no me digan de respeto a la intimidad, ni el no molestar, eso es otra cosa. Es que la gente vive años, puerta con puerta, y apenas se saluda. Luego, cuando pasa algo, como en el caso de nuestros vecinos, todos se hacen preguntas. Pero preguntas y nada más. Y así no se vive. El vecino es el familiar más cercano, por lo menos para nosotros, los hispanos.
Denver, Colorado Familia es familia, y pesa más que el agua. Pero ellos, con sus perros, con sus gatos, su televisión y un saludo distante, creen que tienen vida.

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