Lo conocí hace ya 12 años. Fue en la UASD, que le dio posada al deseo sagrado de mi madre (fallecida) de verme vuelto un profesional, donde tuve el honor de iniciar una amistad que no imaginé con alguien de su condición, quizás porque igual que muchos me dejé dominar por los prejuicios.
Lorenzo Morillo, mayor de la Policía. Yo, un periodista enfermizamente radical. Definitivamente no. Eso no daba amistad por ningún lado, pensé. Pero el tiempo me hizo ver qué tan dañinos pueden ser esos pensamientos que todo lo cuestionan, sin tener siquiera una aproximación somera de esa realidad que implacablemente atacamos.
Ya Morillo no es mayor. Ahora es coronel. Es un hombre del sur profundísimo, que primero fue policía por necesidad y luego por una aptitud que ejercita y defiende orgulloso, aferrado siempre a una creencia en Dios que deja ver en su hablar sosegado y en esa sonrisa limpia que nunca abandona.
Quienes lo conocemos bien, sabemos que a Morillo el ruedo de su uniforme le pesa mucho, que repudia las injusticias y es súper sensible. Que se perturba si ve a un amigo en aprietos y llora como niño si la vida le permite cosechar el fruto bendito de su esfuerzo, disciplina y sacrificio. Sí, el coronel Morillo es distinto. No creo que existan muchos que como él saboreen los versos cantados de Facundo Cabral, Silvio Rodríguez o Pablo Milanés. No creo que abunden tantos que como él rechacen fiestas, encantos o placeres mundanos, para decirle al que invita: no puedo, porque debo acompañar a mi esposa Natia a la Iglesia.
Y a mí, que de atrevido y fresco a veces me paso, le he dicho que sea un policía cara dura y de carácter fuerte, porque de lo contrario nadie lo va a respetar, me ha dicho una y mil veces: “yo solo deseo vivir en paz con Dios y estar tranquilo junto a mi familia”.
Este policía parece haber salido de otro planeta.
Tribuna abierta
Por Oscar Quezada.
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